Que día más hermoso. Estamos acabando el ansiado verano, y el mes de septiembre se aferra a los días claros y calurosos, y a las noches estrelladas de un cielo de una oscuridad intensa, donde los astros parecen destellar más
que nunca. El asfalto de la ciudad se nos pega a un cuerpo sudoroso y
cansado del bullicio, de las prisas, de lo cotidiano.
Decidimos alejarnos
para encontrar la tranquilidad de espíritu que necesitábamos. Vamos
dejando atrás nuestras angustias en busca de un plácido fin de semana.
Observamos desde el coche como cambiaba el paisaje. Inquietos por el
entusiasmo, reíamos, conversábamos, liberándonos de la tensión.
Mi
cuñado posaba sus manos sudorosas sobre el volante, las cuales se
deslizaban por el aro con prisa. El fresco aire producido por la velocidad
del coche, hacia volar nuestro pelo y nuestra imaginación.
Nos estábamos aproximando al pueblo, y tomamos una desviación en la
carretera internándonos al bosque por caminos de piedras.
Cerramos un
poco las ventanillas ya que el polvo nos avisaba que ya no rodamos por el
asfalto. A nuestros sentidos les llamaba la atención el cambio brusco de
paisaje. Los verdes se tornaban cenizas, ocres cenizas. Esta visión nos
producía un extraño desencanto.
Divisamos ya de cerca el pueblo, más bien
ya éramos sus huéspedes. Sus caminos estrechos, sus casas en ruinas
mantenían erguidos sus cimientos sin argamasa. Piedra sobre piedra
formando esculturas de bella arquitectura. Fuentes de agua fresca y
cristalina, de brote inagotable. Que solera tenía aquel agua, nunca probara
mejor vino. Y vimos higueras, nos subimos a ellas y que nostalgia de
aquellos higos. El gozo nos estremecía.
Fuimos paseando por todo el
pueblo, palpando paso a paso su historia y entre las zarzas del camino nos
sentíamos como niños degustando moras. Charlando y caminando llegamos
al lavadero, llamándonos la atención alguna ropa tendida aún húmeda, y un
par de gallinas correteando asustadas. En aquella soledad del pueblo
abandonado, aún quedaba un anciano.
Noté en su mirada una expresión de
asombro y al mismo tiempo de agradecimiento. No nos conocía de nada,
pero la plenitud que trasmitíamos y la bella inocencia de mi sobrina
correteando por aquellas callejuelas, parecía haberle devuelto la sonrisa. Estábamos un poco cansados del viaje y decidimos tumbarnos en aquellos
campos, alternando un plácido suspiro con una mirada. Ya no sudábamos,
el calor se había tornado en brisa agradable.
El atardecer era como una ceremonia,
pero ya era hora de regresar a la casa. Como disfrutábamos cada momento.
Comenzamos a preparar algo para cenar. Parecía increíble que algo tan
normal como prepararse la cena, tenía su natural encanto.
Mis cuñados iban
a por leña, para preparar las brasas, que mas tarde darían el calor necesario
para asar cunas costillas de cerdo y unos chorizos que solo verlos en
aquella fuente aún crudos, los jugos gástricos se iban preparando para tal
menester.
Una de mis hermanas preparaba la ensalada, otra freía los
pimientos, ellos subían y bajaban constantemente a por leña y mi sobrina
correteaba tras el perro. Ella tan pequeña, se daba cuenta también, que
aquello era distinto y maravilloso.
Buscamos por los muebles llenos de
telarañas con tanta historia como el mismo pueblo, si por casualidad
hubiese algo de aceite y vinagre.
Encontramos una botella que por su aspecto turbio obligó a mis cuñados,
ante la duda, a desplazarse a alguna tienda cercana al pueblo.
Nosotras en
su ausencia seguimos preparando las brasas y en ausencia de los chicos,
bajaba yo a por la leña. Aquel lugar en el sótano, repleto de muebles viejos,
apolillados, retirados para nunca ser utilizados, tan oscuro, iluminado
escasamente por una bombilla que se balanceaba con el viento, hacía volar
mi imaginación.
Una de mis hermanas encontrándose en un estado de
sensibilidad extrema, tenía una capacidad de recepción tan frágil, que al
menor ruido abría sus ojos queriendo abarcar con su mirada más allá de la
casa. Escuchamos acercarse un coche, me parecía demasiado pronto para
que sus maridos regresasen, pero si, eran ellos.
En ese momento acabó la
tensión, su llegada nos tranquilizó. Subieron unas botellas de la bodega y
las descorcharon. El calor producido por la chimenea no alejaba de su
encanto. Preparamos un café mientras íbamos saboreando las costillas a
medida que iba saliendo del asador. El olor de la carne era tan fuerte y
penetrante, que agradecimos a mi hermana que preparase una salsa especial
para amortiguarlo. Mi cuñado refrescaba sus músculos con el sudor, cada
vez que tenía que darle la vuelta a la parrilla.
Ya nos sentamos todos
alrededor de la mesa, el café a medida que iba saliendo hacía ese ruido tan frenéticamente
peculiar y su aroma nos recordaba el hogar. Servimos los cafés y no
faltaron las gotas de coñac para los hombres. Sinceramente nos sentíamos
agradecidos por todo el entorno que nos ofrecía todas aquellas sensaciones
que en la ciudad tenias dormidas.
El sueño se apoderaba de mi sobrina. Mi hermana le preparó su cama.
Disfrutar también cansa y ella disfrutó. Se sentó a su lado acariciándole las
sienes y mejillas y entre bostezos susurró : ¡ Mamá me gusta esta casa!.
Nos conmovieron sus palabras, pues aquella pequeña también se había
dado cuenta de la generosidad de aquellas piedras.
Como no podíamos alejarnos demasiado de la casa, por que la niña dormía,
bajamos sentándonos en las escaleras del porche acompañados por la única
luz de un farolillo. El cielo estaba realmente majestuoso.
Era una noche
hermosa. La oscuridad era tanta que el negro pelo del perro se perdía entre
las sombras. El silencio nos ensordecía y atemorizaba entre carcajadas
histéricas. Soplaba un aire irrespetuoso, y ya nos frotábamos ambos brazos
para entrar en calor.
Hablamos de las estrellas, de otros mundos, otras
civilizaciones, pero en la mente de casi todos estaba el miedo a aquella
oscuridad, a aquel silencio turbado tan solo por el armoniosos balanceo de
los árboles. Y decidimos entrar en la casa donde nos sentíamos mas
protegidos. Y nos sentamos alrededor de una mesa en cuyo centro
habíamos colocado una taza blanca llena de café, de la cual bebíamos
todos.
El perro estaba inquieto, no paraba de dar vueltas. Le abrimos la
puerta pero regresaba asustado. El contenido de la taza bajaba, mientras
mis hermanas prepararon más café a la vez que subieron el volumen de la
música. Ya no teníamos demasiadas fuerzas para seguir despiertos pero lo
seguíamos intentando. No se por que pero algo nos mantenía con los
sentidos a la expectativa.
Seguíamos tomando café, chupitos y contando chistes y mas chistes, y las
horas iban pasando, tanto que ya eran casi las cinco de la madrugada.
El
perro seguía inquieto, no aceptando una caricia de su amo, bajándose
incomodado de su regazo. Teníamos ya que acostarnos para aprovechar la
mañana. Mi habitación era de dos camas, en una de ellas dormía mi
sobrina. Entró mi hermana para arroparla y besarla antes de irse a dormir.
Por el viento que se había levantado decidí cerrar mi ventana y
contemplar por última vez, esa noche que en si misma nos quería gritar su
misterio. Cuando de repente no solo gritó sino que lo puso ante nuestros
ojos. Asustada, grite con todas mis fuerza, fuego .
Por un instante no me
hicieron caso, pero enseguida lo aceptaron. El fuego avanzaba velozmente,
jugando con el viento. El crepitar se escuchaba demasiado cerca y teníamos
que tomar una decisión rápida, el fuego no esperaba. Mi única obsesión era
mi sobrina que dormía cual ángel. Sin más demora la envolví con la sabana
y baje corriendo con ella hasta el coche.
Cerramos todo, echamos una
última mirada y nos alejamos tan rápido como pudimos Nos acercamos al
pueblo más próximo para avisar del incendio, pero cual fue nuestro
asombro al comprobar que nadie apagaría el fuego. Allí no había
bomberos. Además ya estaban acostumbrados a que prendiesen fuego
constantemente. Decían que era un pueblo en el que no habitaba nadie
Dentro del coche, con mi sobrina dormida en mis brazos, los nervios me
traicionaron y me empezó a faltar oxigeno.
No podía comprender como
dejaban que siguiese ardiendo y se cruzasen de brazos. Nosotros habíamos
tenido suerte dándonos cuenta a tiempo. Pensé entonces en aquel anciano
con su ropa tendida y sus gallinas que habíamos visto al llegar. No habrá
nadie que le ayude. Estábamos desesperados, pero no podíamos regresar para
avisarle, las llamas nos lo impedían.
Di gracias a Dios, de que se hubiese
levantado aquel extraño y repentino viento, para levantarme a cerrar la
ventana y poder darme cuenta de lo que estaba sucediendo. Pero seguro que
aquel dulce anciano dormía.
Por ello le pedí al infinito que las llamas
respetasen su casa. Pero si así no pudo ser, seguro que como yo rogué que
le salvase del fuego, el anciano en sus plegarias seguro rezaba que la vida le liberase de la soledad.